CARTA
ENCÍCLICA RERUM NOVARUM
LEÓN XIII
SOBRE LA
SITUACIÓN DE LOS OBREROS
1. Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo
agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un
día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante,
de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y de las artes, que
caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre
patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la
pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y
la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral,
han determinado el planteamiento de la contienda. Cuál y cuán grande sea la
importancia de las cosas que van en ello, se ve por la punzante ansiedad en que
viven todos los espíritus; esto mismo pone en actividad los ingenios de los
doctos, informa las reuniones de los sabios, las asambleas del pueblo, el juicio
de los legisladores, las decisiones de los gobernantes, hasta el punto que
parece no haber otro tema que pueda ocupar más hondamente los anhelos de los
hombres.
Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación
común, creemos oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer,
respecto de la situación de los obreros, lo que hemos acostumbrado,
dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la libertad humana, sobre la
cristiana constitución de los Estados y otras parecidas, que estimamos
oportunas para refutar los sofismas de algunas opiniones. Este tema ha sido
tratado por Nos incidentalmente ya más de una vez; mas la conciencia de nuestro
oficio apostólico nos incita a tratar de intento en esta encíclica la cuestión
por entero, a fin de que resplandezcan los principios con que poder dirimir la
contienda conforme lo piden la verdad y la justicia. El asunto es difícil de
tratar y no exento de peligros. Es difícil realmente determinar los derechos y
deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios,
los que aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa,
porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para
torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas. Sea
de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente, cosa en que todos
convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes
de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una
situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los
antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío,
desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de
nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros,
aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada
codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que,
reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no
obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase
a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones
comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta
el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha
impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de
proletarios.
2. Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los
indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los
bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y
administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación.
Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad,
distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos,
se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para
resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases
obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los
legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente
a las naciones.
3. Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan
los que se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el
obrero es procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como
suya. Si, por consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará
por esta razón: para conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por
ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no
sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si,
reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una
finca, con lo que puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no
es otra cosa que el mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la
finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el
salario ganado con su trabajo. Ahora bien: es en esto precisamente en lo que
consiste, como fácilmente se colige, la propiedad de las cosas, tanto muebles
como inmuebles. Luego los socialistas empeoran la situación de los obreros
todos, en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la
comunidad, puesto que, privándolos de la libertad de colocar sus beneficios,
con ello mismo los despojan de la esperanza y de la facultad de aumentar los
bienes familiares y de procurarse utilidades.
4. Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta
contra la justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un
derecho dado al hombre por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande
la diferencia entre el hombre y el género animal. Las bestias, indudablemente,
no se gobiernan a sí mismas, sino que lo son por un doble instinto natural, que
ya mantiene en ellas despierta la facultad de obrar y desarrolla sus fuerzas
oportunamente, ya provoca y determina, a su vez, cada uno de sus movimientos.
Uno de esos instintos las impulsa a la conservación de sí mismas y a la defensa
de su propia vida; el otro, a la conservación de la especie. Ambas cosas se
consiguen, sin embargo, fácilmente con el uso de las cosas al alcance
inmediato, y no podrían ciertamente ir más allá, puesto que son movidas sólo
por el sentido y por la percepción de las cosas singulares. Muy otra es, en
cambio, la naturaleza del hombre. Comprende simultáneamente la fuerza toda y
perfecta de la naturaleza animal, siéndole concedido por esta parte, y desde
luego en no menor grado que al resto de los animales, el disfrute de los bienes
de las cosas corporales. La naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea
la medida en que se la posea, dista tanto de contener y abarcar en sí la
naturaleza humana, que es muy inferior a ella y nacida para servirle y
obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en nosotros, lo que da al hombre el que
lo sea y se distinga de las bestias, es la razón o inteligencia. Y por esta
causa de que es el único animal dotado de razón, es de necesidad conceder al
hombre no sólo el uso de los bienes, cosa común a todos los animales, sino
también el poseerlos con derecho estable y permanente, y tanto los bienes que
se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se hace de ellos,
perduran.
5. Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la
naturaleza del hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas
innumerables, enlazando y relacionando las cosas futuras con las presentes y
siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la previsión de su
inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo
cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar,
no sólo en cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue
la necesidad de que se halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos
terrenales, sino también el de la tierra misma, pues ve que de la fecundidad de
la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias para el futuro.
Las necesidades de cada hombre se repiten de una manera constante; de modo
que, satisfechas hoy, exigen nuevas cosas para mañana. Por tanto, la naturaleza
tiene que haber dotado al hombre de algo estable y perpetuamente duradero, de
que pueda esperar la continuidad del socorro. Ahora bien: esta continuidad no
puede garantizarla más que la tierra con su fertilidad.
6. Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el
hombre es anterior a ella, y consiguientemente debió tener por naturaleza,
antes de que se constituyera comunidad política alguna, el derecho de velar por
su vida y por su cuerpo. El que Dios haya dado la tierra para usufructuarla y
disfrutarla a la totalidad del género humano no puede oponerse en modo alguno a
la propiedad privada. Pues se dice que Dios dio la tierra en común al género
humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino
porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación
de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las
instituciones de los pueblos. Por lo demás, a pesar de que se halle repartida
entre los particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de
todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos
producen. Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que
cabe afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el
vestido está en el trabajo, el cual, rendido en el fundo propio o en un oficio
mecánico, recibe, finalmente, como merced no otra cosa que los múltiples frutos
de la tierra o algo que se cambia por ellos.
7. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son
conforme a la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se
precisan para la conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero
no podría producirlas por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora
bien: cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales
a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí
aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su
persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo
que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie
a violar ese derecho de él mismo.
8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir
de ellos a algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden,
es cierto, el uso del suelo y los diversos productos del campo al individuo,
pero le niegan de plano la existencia del derecho a poseer como dueño el suelo
sobre que ha edificado o el campo que cultivó. No ven que, al negar esto, el hombre
se vería privado de cosas producidas con su trabajo. En efecto, el campo
cultivado por la mano e industria del agricultor cambia por completo su
fisonomía: de silvestre, se hace fructífero; de infecundo, feraz. Ahora bien:
todas esas obras de mejora se adhieren de tal manera y se funden con el suelo,
que, por lo general, no hay modo de separarlas del mismo. ¿Y va a admitir la
justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro regó con sus sudores?
Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el fruto
del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por
consiguiente, la totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de
las opiniones de unos pocos en desacuerdo, con la mirada firme en la
naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la
división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad
privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y
tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su
vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este
derecho de que hablamos. Y lo mismo sancionó la autoridad de las leyes divinas,
que prohíben gravísimamente hasta el deseo de lo ajeno: «No desearás la mujer
de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno,
ni nada de lo que es suyo».
9. Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más
fuerza cuando se hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la
sociedad doméstica. Está fuera de duda que, en la elección del género de vida,
está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o
seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vínculo
matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y
primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad
principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios:
«Creced y multiplicaos».
He aquí, pues, la familia o sociedad doméstica, bien pequeña, es cierto,
pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra, la cual es de
absoluta necesidad que tenga unos derechos y unos deberes propios, totalmente
independientes de la potestad civil. Por tanto, es necesario que ese derecho de
dominio atribuido por la naturaleza a cada persona, según hemos demostrado, sea
transferido al hombre en cuanto cabeza de la familia; más aún, ese derecho es
tanto más firme cuanto la persona abarca más en la sociedad doméstica.
Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y
a todas las atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma
naturaleza que quiera adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en
cierto modo prolongan la personalidad del padre, algo con que puedan defenderse
honestamente, en el mudable curso de la vida, de los embates de la adversa
fortuna. Y esto es lo que no puede lograrse sino mediante la posesión de cosas
productivas, transmisibles por herencia a los hijos. Al igual que el Estado,
según hemos dicho, la familia es una verdadera sociedad, que se rige por una
potestad propia, esto es, la paterna. Por lo cual, guardados efectivamente los
límites que su causa próxima ha determinado, tiene ciertamente la familia
derechos por lo menos iguales que la sociedad civil para elegir y aplicar los
medios necesarios en orden a su incolumidad y justa libertad. Y hemos dicho
«por lo menos» iguales, porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a
la sociedad civil, se sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y
más naturales. Pues si los ciudadanos, si las familias, hechos partícipes de la
convivencia y sociedad humanas, encontraran en los poderes públicos perjuicio
en vez de ayuda, un cercenamiento de sus derechos más bien que una tutela de
los mismos, la sociedad sería, más que deseable, digna de repulsa.
10. Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio
hasta la intimidad de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es
que, si una familia se encontrara eventualmente en una situación de extrema
angustia y carente en absoluto de medios para salir de por sí de tal agobio, es
justo que los poderes públicos la socorran con medios extraordinarios, porque
cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro del
hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad
civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos
de los ciudadanos, sino protegerlos y afianzarlos con una justa y debida
tutela. Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se detengan ahí; la
naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la patria potestad,
que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que
tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos
son algo del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si
hemos de hablar con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil
sino a través de la comunidad doméstica en la que han nacido. Y por esta misma
razón, porque los hijos son «naturalmente algo del padre..., antes de que
tengan el uso del libre albedrío se hallan bajo la protección de dos padres».
De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de
los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia
natural y destruyen la organización familiar.
11. Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál
sería la perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa
la opresión de los ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par
la puerta a las mutuas envidias, a la maledicencia y a las discordias; quitado
el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente
vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que
sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual
miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual
se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de
reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se
pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y
perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando
se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha
de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de
conservarse inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el
remedio que conviene.
12. Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por
cuanto se trata de un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente
nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia. Y,
estando principalmente en nuestras manos la defensa de la religión y la
administración de aquellas cosas que están bajo la potestad de la Iglesia, Nos
estimaríamos que, permaneciendo en silencio, faltábamos a nuestro deber. Sin
duda que esta grave cuestión pide también la contribución y el esfuerzo de los
demás; queremos decir de los gobernantes, de los señores y ricos, y,
finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los proletarios; pero
afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos de
los hombres si se da de lado a la Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca
del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por
completo el conflicto, o, limando sus asperezas, hacerlo más soportable; ella
es la que trata no sólo de instruir la inteligencia, sino también de encauzar
la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la
situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que
quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los
órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de la causa
obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben orientarse, si
bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la autoridad del Estado.
13. Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la
condición humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo
bajo. Los socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es vana tentativa
contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza entre los hombres
muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la
habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de
estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en
correlación perfecta con los usos y necesidades tanto de los particulares
cuanto de la comunidad, pues que la vida en común precisa de aptitudes varias,
de oficios diversos, al desempeño de los cuales se sienten impelidos los
hombres, más que nada, por la diferente posición social de cada uno. Y por lo
que hace al trabajo corporal, aun en el mismo estado de inocencia, jamás el
hombre hubiera permanecido totalmente inactivo; mas lo que entonces hubiera
deseado libremente la voluntad para deleite del espíritu, tuvo que soportarlo
después necesariamente, y no sin molestias, para expiación de su pecado:
«Maldita la tierra en tu trabajo; comerás de ellas entre fatigas todos los días
de tu vida». Y de igual modo, el fin de las demás adversidades no se dará en la
tierra, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles
de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su
vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo
experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de
desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos
alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida
exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan
indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará
produciendo males mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver
las cosas humanas como son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según
hemos dicho, el oportuno alivio de los males.
14. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una
clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza
hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un
perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el
contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí
miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que
justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la
sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten
para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede
subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la
belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la
lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro
salvajismo.
15. Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces,
es admirable y varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar,
toda la doctrina de la religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio
la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los
proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes
respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que
corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo
que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el
trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los
patronos; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover
sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan pretensiones
inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo
arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros
como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona,
sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los
trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana,
no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta
posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es
abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto
sus nervios y músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en
cuenta las exigencias de la religión y los bienes de las almas de los
proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que el obrero
tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al
hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo
en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco
debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una
clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales
deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.
Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que
considerar muchas razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los
patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y
buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni
las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un gran crimen, que
llama a voces las iras vengadoras del cielo. «He aquí que el salario de los
obreros... que fue defraudado por vosotras, clama; y el clamor de ellos ha
llegado a los oídos del Dios de los ejércitos».
Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más
mínimo los intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni
con artilugios usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente
preparados contra la injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más
débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.
16. ¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la
violencia y los motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y
guía, persigue una meta más alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata
de unir una clase con la otra por la aproximación y la amistad. No podemos,
indudablemente, comprender y estimar en su valor las cosas caducas si no es
fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la cual se
vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto; más
aún, todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable a
toda investigación humana. Pues lo que nos enseña de por sí la naturaleza, que
sólo habremos de vivir la verdadera vida cuando hayamos salido de este mundo,
eso mismo es dogma cristiano y fundamento de la razón y de todo el ser de la
religión. Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y
perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como lugar
de exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya
carezcas de riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso
para la felicidad eterna; lo verdaderamente importante es el modo como se usa
de ellos.
Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las
tribulaciones diversas de que está tejida casi por completo la vida mortal,
sino que hizo de ellas estímulo de virtudes y materia de merecimientos, hasta
el punto de que ningún mortal podrá alcanzar los premios eternos si no sigue
las huellas ensangrentadas de Cristo. Si «sufrimos, también reinaremos con El».Tomando
El libremente sobre sí los trabajos y sufrimientos, mitigó notablemente la
rudeza de los trabajos y sufrimientos nuestros; y no sólo hizo más llevaderos
los sufrimientos con su ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza
del eterno galardón: «Porque lo que hay al presente de momentánea y leve
tribulación nuestra, produce en nosotros una cantidad de gloria eterna de
inconmensurable sublimidad».
17. Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan
consigo la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna,
sino que más bien la obstaculizan; de que deben imponer temor a los ricos las
tremendas amenazas de Jesucristo y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta
severísima al divino juez del uso de las riquezas.
Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran
importancia, que, si bien fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha
enseñado también perfeccionada por completo y ha hecho que no se quede en puro
conocimiento, sino que informe de hecho las costumbres. El fundamento de dicha
doctrina consiste en distinguir entre la recta posesión del dinero y el recto
uso del mismo. Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es
derecho natural del hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad
de la vida, no sólo es lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito
que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida humana».
Y si se pregunta cuál es necesario que sea el uso de los bienes, la Iglesia responderá
sin vacilación alguna: «En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las
cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las
comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice:
"Manda a los ricos de este siglo... que den, que compartan con
facilidad"».
A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos
personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita
para conservar lo que convenga a la persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de
una manera inconveniente». Pero cuando se ha atendido suficientemente a la
necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra.
«Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de
justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana,
la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la
ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de
modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que
recibir», y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o
negada a El en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis». Todo lo cual se resume en que todo el que ha
recibido abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del
espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo,
para que, como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de
los demás. «Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide mucho de no estarse
callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer para la
largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que
se afane en compartir su uso y su utilidad con el prójimo».
18. Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de
la Iglesia que la pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de
Dios y que no han de avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su
trabajo. Y esto lo confirmó realmente y de hecho Cristo, Señor nuestro, que por
la salvación de los hombres se hizo pobre siendo rico; y, siendo Hijo de Dios y
Dios él mismo, quiso, con todo, aparecer y ser tenido por hijo de un artesano,
ni rehusó pasar la mayor parte de su vida en el trabajo manual. «¿No es acaso
éste el artesano, el hijo de María?».
19. Contemplando lo divino de este ejemplo, se comprende más fácilmente que
la verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en
la virtud; que la virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible
por igual a altos y bajos, a ricos y pobres; y que el premio de la felicidad
eterna no puede ser consecuencia de otra cosa que de las virtudes y de los
méritos, sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de Dios
parece más inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a
los pobres, invita amantísimamente a que se acerquen a El, fuente de
consolación, todos los que sufren y lloran, y abraza con particular claridad a
los más bajos y vejados por la injuria. Conociendo estas cosas, se baja
fácilmente el ánimo hinchado de los ricos y se levanta el deprimido de los
afligidos; unos se pliegan a la benevolencia, otros a la modestia. De este
modo, el pasional alejamiento de la soberbia se hará más corto y se logrará sin
dificultades que las voluntades de una y otra clase, estrechadas amistosamente
las manos, se unan también entre sí.
20. Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo,
resultará poco la amistad y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y
comprenderán que todos los hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre
común; que todos tienden al mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede
dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; que,
además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y
elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por
parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos.
De igual manera que los bienes naturales, los dones de la gracia divina
pertenecen en común y generalmente a todo el linaje humano, y nadie, a no ser
que se haga indigno, será desheredado de los bienes celestiales: «Si hijos,
pues, también herederos; herederos ciertamente de Dios y coherederos de Cristo».
Tales son los deberes y derechos que la filosofía cristiana profesa. ¿No
parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella
entrara en vigor en la sociedad civil?
21. Finalmente, la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para
llegar a la curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina, pues
que está dedicada por entero a instruir y enseñar a los hombres su doctrina,
cuyos saludables raudales procura que se extiendan, con la mayor amplitud
posible, por la obra de los obispos y del clero. Trata, además de influir sobre
los espíritus y de doblegar las voluntades, a fin de que se dejen regir y
gobernar por la enseñanza de los preceptos divinos. Y en este aspecto, que es
el principal y de gran importancia, pues que en él se halla la suma y la causa
total de todos los bienes, es la Iglesia la única que tiene verdadero poder, ya
que los instrumentos de que se sirve para mover los ánimos le fueron dados por
Jesucristo y tienen en sí eficacia infundida por Dios. Son instrumentos de esta
índole los únicos que pueden llegar eficazmente hasta las intimidades del
corazón y lograr que el hombre se muestre obediente al deber, que modere los
impulsos del alma ambiciosa, que ame a Dios y al prójimo con singular y suma
caridad y destruya animosamente cuanto obstaculice el sendero de la virtud.
Bastará en este orden con recordar brevemente los ejemplos de los antiguos.
Recordamos cosas y hechos que no ofrecen duda alguna: que la sociedad humana
fue renovada desde sus cimientos por las costumbres cristianas; que, en virtud
de esta renovación, fue impulsado el género humano a cosas mejores; más aún,
fue sacado de la muerte a la vida y colmado de una tan elevada perfección, que
ni existió otra igual en tiempos anteriores ni podrá haberla mayor en el
futuro. Finalmente, que Jesucristo es el principio y el fin mismo de estos
beneficios y que, como de El han procedido, a El tendrán todos que referirse.
Recibida la luz del Evangelio, habiendo conocido el orbe entero el gran
misterio de la encarnación del Verbo y de la redención de los hombres, la vida
de Jesucristo, Dios y hombre, penetró todas las naciones y las imbuyó a todas
en su fe, en sus preceptos y en sus leyes. Por lo cual, si hay que curar a la
sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres
cristianas, ya que, cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay
que hacerlas volver a sus principios. Porque la perfección de toda sociedad
está en buscar y conseguir aquello para que fue instituida, de modo que sea
causa de los movimientos y actos sociales la misma causa que originó la
sociedad. Por lo cual, apartarse de lo estatuido es corrupción, tornar a ello
es curación. Y con toda verdad, lo mismo que respecto de todo el cuerpo de la
sociedad humana, lo decimos de igual modo de esa clase de ciudadanos que se
gana el sustento con el trabajo, que son la inmensa mayoría.
22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia
estén tan fijos en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la
vida mortal y terrena. En relación con los proletarios concretamente, quiere y
se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y logren una mejor situación.
Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y guiando a los
hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente,
las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas
externas, en cuanto que aproximan a Dios, principio y fuente de todos los
bienes; reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al
hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y
la sed de placeres; en fin, contentos con un atuendo y una mesa frugal, suplen
la renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas,
sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero,
además, provee directamente al bienestar de los proletarios, creando y
fomentando lo que estima conducente a remediar su indigencia, habiéndose
distinguido tanto en esta clase de beneficios, que se ha merecido las alabanzas
de sus propios enemigos.
Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que
frecuentemente los más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y
no... había ningún necesitado entre ellos». A los diáconos, orden precisamente
instituido para esto, fue encomendado por los apóstoles el cometido de llevar a
cabo la misión de la beneficencia diaria; y Pablo Apóstol, aunque sobrecargado
por la solicitud de todas las Iglesias, no dudó, sin embargo, en acometer
penosos viajes para llevar en persona la colecta a los cristianos más pobres. A
dichas colectas, realizadas espontáneamente por los cristianos en cada reunión,
la llama Tertuliano «depósitos de piedad», porque se invertían «en alimentar y
enterrar a los pobres, a los niños y niñas carentes de bienes y de padres,
entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos». De aquí fue poco a poco
formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con religioso cuidado, como
herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a una muchedumbre de
indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna. Pues como madre común
de ricos y pobres, excitada la caridad por todas partes hasta un grado sumo,
fundó congregaciones religiosas y otras muchas instituciones benéficas, con
cuyas atenciones apenas hubo género de miseria que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente,
son muchos los que, como en otro tiempo hicieran los gentiles, se propasan a
censurar a la Iglesia esta tan eximia caridad, en cuyo lugar se ha pretendido
poner la beneficencia establecida por las leyes civiles. Pero no se encontrarán
recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana, que se entrega toda
entera a sí misma para utilidad de los demás. Tal virtud es exclusiva de la
Iglesia, porque, si no brotara del sacratísimo corazón de Jesucristo, jamás
hubiera existido, pues anda errante lejos de Cristo el que se separa de la
Iglesia.
Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las
ayudas que están en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que todos
aquellos a quienes interesa la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por ello
en la parte que les corresponda. Lo cual tiene cierta semejanza con la
providencia que gobierna al mundo, pues vemos que el éxito de las cosas
proviene de la coordinación de las causas de que dependen.
23. Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del
Estado. Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo,
sino el que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado,
y aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo
hemos expuesto concretamente en la encíclica sobre la constitución cristiana de
las naciones. Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en
términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es,
haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote
espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya
que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los
gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones
es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las
familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas
públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del
comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si
quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más
felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. A través de estas cosas queda al
alcance de los gobernantes beneficiar a los demás órdenes sociales y aliviar
grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del mejor derecho
y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el
bien común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de
medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad
de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros.
24. Pero también ha de tenerse presente, punto que atañe más profundamente
a la cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba
y a los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan
ciudadanos como los ricos, es decir, partes verdaderas y vivientes que, a
través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir que en toda
nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo
atender a una parte de los ciudadanos y abandonar a la otra, se sigue que los
desvelos públicos han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al
bienestar de la clase proletaria; y si tal no hace, violará la justicia, que
manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe sabiamente Santo
Tomás: «Así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así lo
que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte». De ahí que entre los
deberes, ni pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del
pueblo, se destaca entre los primeros el de defender por igual a todas las
clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva.
25. Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban
contribuir necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una
parte no pequeña a los individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo
mismo ni en igual cantidad. Cualesquiera que sean las vicisitudes en las
distintas formas de gobierno, siempre existirá en el estado de los ciudadanos
aquella diferencia sin la cual no puede existir ni concebirse sociedad alguna.
Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de
gobierno, quienes legislen, quienes juzguen y, finalmente, quienes con su dictamen
y autoridad administren los asuntos civiles y militares. Aportaciones de tales
hombres que nadie dejará de ver que son principales y que ellos deben ser
considerados como superiores en toda sociedad por el hecho de que contribuyen
al bien común más de cerca y con más altas razones. Los que ejercen algún
oficio, por el contrario, no aprovechan a la sociedad en el mismo grado y con
las mismas funciones que aquéllos, mas también ellos concurren al bien común de
modo notable, aunque menos directamente. Y, teniendo que ser el bien común de
naturaleza tal que los hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe
colocarse principalmente en la virtud. De todos modos, para la buena
constitución de una nación es necesaria también la abundancia de los bienes del
cuerpo y externos, «cuyo uso es necesario para que se actualice el acto de
virtud». Y para la obtención de estos bienes es sumamente eficaz y necesario el
trabajo de los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y destreza en el cultivo
del campo, ya en los talleres e industrias. Más aún: llega a tanto la eficacia
y poder de los mismos en este orden de cosas, que es verdad incuestionable que
la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. La
equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus
cuidados al proletario para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común,
como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad. De
donde se desprende que se habrán de fomentar todas aquellas cosas que de
cualquier modo resulten favorables para los obreros. Cuidado que dista mucho de
perjudicar a nadie, antes bien aprovechará a todos, ya que interesa mucho al
Estado que no vivan en la miseria aquellos de quienes provienen unos bienes tan
necesarios.
26. No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean
absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con
libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de
nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la
comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la naturaleza confió su
conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la salud
pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder; de los
miembros, porque la administración del Estado debe tender por naturaleza no a
la utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los que se le
confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana. Y, puesto
que el poder proviene de Dios y es una cierta participación del poder infinito,
deberá aplicarse a la manera de la potestad divina, que vela con solicitud
paternal no menos de los individuos que de la totalidad de las cosas. Si, por
tanto, se ha producido o amenaza algún daño al bien común o a los intereses de
cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente
deberá afrontarlo el poder público.
Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las
cosas estén en paz y en orden; e igualmente que la totalidad del orden
doméstico se rija conforme a los mandatos de Dios y a los preceptos de la
naturaleza; que se respete y practique la religión; que florezca la integridad
de las costumbres privadas y públicas; que se mantenga inviolada la justicia y
que no atenten impunemente unos contra otros; que los ciudadanos crezcan
robustos y aptos, si fuera preciso, para ayudar y defender a la patria. Por
consiguiente, si alguna vez ocurre que algo amenaza entre el pueblo por
tumultos de obreros o por huelgas; que se relajan entre los proletarios los
lazos naturales de la familia; que se quebranta entre ellos la religión por no
contar con la suficiente holgura para los deberes religiosos; si se plantea en
los talleres el peligro para la pureza de las costumbres por la promiscuidad o
por otros incentivos de pecado; si la clase patronal oprime a los obreros con
cargas injustas o los veja imponiéndoles condiciones ofensivas para la persona
y dignidad humanas; si daña la salud con trabajo excesivo, impropio del sexo o
de la edad, en todos estos casos deberá intervenir de lleno, dentro de ciertos
límites, el vigor y la autoridad de las leyes. Límites determinados por la
misma causa que reclama el auxilio de la ley, o sea, que las leyes no deberán
abarcar ni ir más allá de lo que requieren el remedio de los males o la
evitación del peligro.
27. Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse
inviolablemente; y para que cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder
civil, impidiendo o castigando las injurias. Sólo que en la protección de los
derechos individuales se habrá de mirar principalmente por los débiles y los
pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la
tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se
confía principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá, por consiguiente,
rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan
entre la muchedumbre desvalida.
28. Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor
importancia. El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el
imperio y fuerza de las leyes. Y principalísimamente deberá mantenerse a la
plebe dentro de los límites del deber, en medio de un ya tal desenfreno de
ambiciones; porque, si bien se concede la aspiración a mejorar, sin que oponga
reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco autoriza la propia razón del bien
común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad,
caer sobre las fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte de los obreros
prefieren mejorar mediante el trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se
cuenta, sin embargo, no pocos, imbuidos de perversas doctrinas y deseosos de
revolución, que pretenden por todos los medíos concitar a las turbas y lanzar a
los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y,
frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros
y el peligro de las rapiñas de los legítimos dueños.
29. El trabajo demasiado largo o pesado y la opinión de que el salario es
poco dan pie con frecuencia a los obreros para entregarse a la huelga y al ocio
voluntario. A este mal frecuente y grave se ha de poner remedio públicamente,
pues esta clase de huelga perjudica no sólo a los patronos y a los mismos
obreros, sino también al comercio y a los intereses públicos; y como no
escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia ponen en peligro la
tranquilidad pública. En lo cual, lo más eficaz y saludable es anticiparse con
la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, removiendo a
tiempo las causas de donde parezca que habría de surgir el conflicto entre
patronos y obreros.
30. De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con
la protección del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que
la vida mortal, aunque buena y deseable, no es, con todo, el fin último para
que hemos sido creados, sino tan sólo el camino y el instrumento para
perfeccionarla vida del alma con el conocimiento de la verdad y el amor del
bien. El alma es la que lleva impresa la imagen y semejanza de Dios, en la que
reside aquel poder mediante el cual se mandó al hombre que dominara sobre las
criaturas inferiores y sometiera a su beneficio a las tierras todas y los
mares. «Llenad la tierra y sometedla, y dominad a los peces del mar y a las aves
del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra». En esto son
todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos
y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los
particulares, «pues uno mismo es el Señor todos». A nadie le está permitido
violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran
reverencia; ni ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que
lleva a la sempiterna vida de los cielos. Más aún, ni siquiera por voluntad
propia puede el hombre ser tratado, en este orden, de una manera inconveniente
o someterse a una esclavitud de alma pues no se trata de derechos de que el
hombre tenga pleno dominio, sino de deberes para con Dios, y que deben ser
guardados puntualmente. De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras
y trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá entenderlo
como el disfrute de una más larga holganza inoperante, ni menos aún como una
ociosidad, como muchos desean, engendradora de vicios y fomentadora de
derroches de dinero, sino justamente del descanso consagrado por la religión.
Unido con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos y de los
problemas de la vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas
celestiales y a rendir a la suprema divinidad el culto justo y debido. Este es,
principalmente, el carácter y ésta la causa del descanso de los días festivos,
que Dios sancionó ya en el Viejo Testamento con una ley especial: «Acuérdate de
santificar el sábado»,enseñándolo, además, con el ejemplo de aquel arcano
descanso después de haber creado al hombre:«Descansó el séptimo día de toda la
obra que había realizado».
31. Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo
primero que se ha de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los
ambiciosos, que abusan de las personas sin moderación, como si fueran cosas
para su medro personal. O sea, que ni la justicia ni la humanidad toleran la
exigencia de un rendimiento tal, que el espíritu se embote por el exceso de
trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a la fatiga. Como todo en la
naturaleza del hombre, su eficiencia se halla circunscrita a determinados
límites, más allá de los cuales no se puede pasar. Cierto que se agudiza con el
ejercicio y la práctica, pero siempre a condición de que el trabajo se
interrumpa de cuando en cuando y se dé lugar al descanso.
Se ha de mirar por ello que la jornada diaria no se prolongue más horas de
las que permitan las fuerzas. Ahora bien: cuánto deba ser el intervalo dedicado
al descanso, lo determinarán la clase de trabajo, las circunstancias de tiempo
y lugar y la condición misma de los operarios. La dureza del trabajo de los que
se ocupan ensacar piedras en las canteras o en minas de hierro, cobre y otras
cosas de esta índole, ha de ser compensada con la brevedad de la duración, pues
requiere mucho más esfuerzo que otros y es peligroso para la salud.
Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con
frecuencia que un trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible
en otra o no puede realizarse sino con grandes dificultades. Finalmente, lo que
puede hacer y soportar un hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una
mujer o a un niño. Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y
sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente
desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad
precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la
infancia, con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse por
completo. Igualmente, hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las
labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro
femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la
prosperidad de la familia. Establézcase en general que se dé a los obreros todo
el reposo necesario para que recuperen las energías consumidas en el trabajo,
puesto que el descanso debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo
contrato concluido entre patronos y obreros debe contenerse siempre esta
condición expresa o tácita: que se provea a uno y otro tipo de descanso, pues
no sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito exigir ni
prometer el abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios o
para consigo mismo.
32. Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido
rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es
establecida la cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso,
pagado el salario convenido, parece que el patrono ha cumplido por su parte y
que nada más debe. Que procede injustamente el patrono sólo cuando se niega a
pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se
estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero
nada más que para poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que
atienda a la realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a
esta argumentación, pues no es completa en todas sus partes; le falta algo de
verdadera importancia.
Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas
necesarias para los usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia
conservación: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Luego el trabajo
implica por naturaleza estas dos a modo de notas: que sea personal, en cuanto
la energía que opera es inherente a la persona y propia en absoluto del que la
ejerce y para cuya utilidad le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto el
fruto de su trabajo le es necesario al hombre para la defensa de su vida,
defensa a que le obliga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que
plegarse por encima de todo. Pues bien: si se mira el trabajo exclusivamente en
su aspecto personal, es indudable que el obrero es libre para pactar por toda
retribución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por tanto,
contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas hay que pensar
de una manera muy distinta cuando, juntamente con el aspecto personal, se
considera el necesario, separable sólo conceptualmente del primero, pero no en
la realidad. En efecto, conservarse en la vida es obligación común de todo
individuo, y es criminoso incumplirla. De aquí la necesaria consecuencia del
derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y la posibilidad de
lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el sueldo ganado con su
trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo
mismo, y concretamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo,
latente siempre algo de justicia natural superior y anterior a la libre
voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario no debe ser en
manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por
tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal
mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el
patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la
cual reclama la justicia. Sin embargo, en estas y otras cuestiones semejantes,
como el número de horas de la jornada laboral en cada tipo de industria, así
como las precauciones con que se haya de velar por la salud, especialmente en
los lugares de trabajo, para evitar injerencias de la magistratura, sobre todo
siendo tan diversas las circunstancias de cosas, tiempos y lugares, será mejor
reservarlas al criterio de las asociaciones de que hablaremos después, o se
buscará otro medio que salvaguarde, como es justo, los derechos de los obreros,
interviniendo, si las circunstancias lo pidieren, la autoridad pública.
33. Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para
sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se
inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la misma
naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir
constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión que tratamos
no puede tener una solución eficaz si no es dando por sentado y aceptado que el
derecho de propiedad debe considerarse inviolable. Por ello, las leyes deben
favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor
parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con ello se obtendrían
notables ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa
distribución de las riquezas.
La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las naciones en dos
clases de ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra. En un lado,
la clase poderosa, por rica, que monopoliza la producción y el comercio,
aprovechando en su propia comodidad y beneficio toda la potencia productiva de
las riquezas, y goza de no poca influencia en la administración del Estado. En
el otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y dispuesta en
todo momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemente a despertar el
interés de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo,
poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo
entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia. Habría, además, mayor
abundancia de productos de la tierra. Los hombres, sabiendo que trabajan lo que
es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden incluso a amar más a la
tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo el sustento,
sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay
nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para
la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad.
De todo lo cual se originará otro tercer provecho, consistente en que los
hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en que han nacido y visto la
primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la patria les
da la posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no
podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea
absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer
bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por
tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y
compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera
injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo
bajo razón de tributos.
34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta
cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender
convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las
de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades
diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los
obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y
cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para
cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos. Pero el lugar preferente lo
ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en sí todas las demás. Los
gremios de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes beneficios a
nuestros antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los
obreros, sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado
por numerosos monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las
condiciones actuales de edad más culta, con costumbres nuevas y con más
exigencias de vida cotidiana. Es grato encontrarse con que constantemente se
están constituyendo asociaciones de este género, de obreros solamente o mixtas
de las dos clases; es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y, aunque
hemos hablado más de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí
que son muy convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre
su reglamentación y cometido.
35. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al
hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta
sentencia:«Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión.
Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae,
no tendrá quien lo levante!». Y también esta otra: «El hermano, ayudado por su
hermano, es como una ciudad fortificada». En virtud de esta propensión natural,
el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la
formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es
verdad, pero de todos modos sociedades. Entre éstas y la sociedad civil median
grandes diferencias por causas diversas. El fin establecido para la sociedad
civil alcanza a todos, en cuanto que persigue el bien común, del cual es justo
que participen todos y cada uno según la proporción debida. Por esto, dicha
sociedad recibe el nombre de pública, pues que mediante ella se unen los
hombres entre sí para constituir un pueblo (o nación). Las que se forman, por
el contrario, diríamos en su seno, se consideran y son sociedades privadas, ya
que su finalidad inmediata es el bien privado de sus miembros
exclusivamente.«Es sociedad privada, en cambio, la que se constituye con miras
a algún negocio privado, como cuando dos o tres se asocian para comerciar
unido».
Ahora bien: aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad
civil y sean como otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y
de por sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el
constituir sociedades privadas es derecho concedido al hombre por la ley
natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho
natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la
constitución de sociedades, obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que
tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio: que los
hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en
que es justo que las leyes se opongan a asociaciones de ese tipo; por ejemplo,
si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la
honradez, con la justicia o abiertamente dañe a la salud pública. En tales
casos, el poder del Estado prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual
derecho las disuelve cuando se han formado; pero habrá de proceder con toda
cautela, no sea que viole los derechos de los ciudadanos o establezca, bajo
apariencia de utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya que las leyes
han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con
la ley eterna de Dios.
36. Recordamos aquí las diversas corporaciones, congregaciones y órdenes
religiosas instituidas por la autoridad de la Iglesia y la piadosa voluntad de
los fieles; la historia habla muy alto de los grandes beneficios que reportaron
siempre a la humanidad sociedades de esta índole, al juicio de la sola razón,
puesto que, instituidas con una finalidad honesta, es evidente que se han
constituido conforme a derecho natural y que en lo que tienen de religión están
sometidas exclusivamente a la potestad de la Iglesia. Por consiguiente, las
autoridades civiles no pueden arrogarse ningún derecho sobre ellas ni pueden en
justicia alzarse con la administración de las mismas; antes bien, el Estado
tiene el deber de respetarlas, conservarlas y, si se diera el caso, defenderlas
de toda injuria. Lo cual, sin embargo, vemos que se hace muy al contrario
especialmente en los tiempos actuales: Son muchos los lugares en que los
poderes públicos han violado comunidades de esta índole, y con múltiples
injurias, ya asfixiándolas con el dogal de sus leyes civiles, ya despojándolas
de su legítimo derecho de personas morales o despojándolas de sus bienes.
Bienes en que tenía su derecho la Iglesia, el suyo cada uno de los miembros de
tales comunidades, el suyo también quienes las habían consagrado a una
determinada finalidad y el suyo, finalmente, todos aquellos a cuya utilidad y
consuelo habían sido destinadas. Nos no podemos menos de quejarnos, por todo
ello, de estos expolios injustos y nocivos, tanto más cuanto que se prohíben
las asociaciones de hombres católicos, por demás pacíficos y beneficiosos para
todos los órdenes sociales, precisamente cuando se proclama la licitud ante la
ley del derecho de asociación y se da, en cambio, esa facultad, ciertamente sin
limitaciones, a hombres que agitan propósitos destructores juntamente de la
religión y del Estado.
37. Efectivamente, el número de las más diversas asociaciones,
principalmente de obreros, es en la actualidad mucho mayor que en otros
tiempos. No es lugar indicado éste para estudiar el origen de muchas de ellas,
qué pretenden, qué camino siguen. Existe, no obstante, la opinión, confirmada
por múltiples observaciones, de que en la mayor parte de los casos están
dirigidas por jefes ocultos, los cuales imponen una disciplina no conforme con
el nombre cristiano ni con la salud pública; acaparada la totalidad de las
fuentes de producción, proceden de tal modo, que hacen pagar con la miseria a
cuantos rehúsan asociarse con ellos. En este estado de cosas, los obreros
cristianos se ven ante la alternativa o de inscribirse en asociaciones de las
que cabe temer peligros para la religión, o constituir entre sí sus propias
sociedades, aunando de este modo sus energías para liberarse valientemente de
esa injusta e insoportable opresión. ¿Qué duda cabe de que cuantos no quieran
exponer a un peligro cierto el supremo bien del hombre habrán de optar sin
vacilaciones por esta segunda postura?
38. Son dignos de encomio, ciertamente, muchos de los nuestros que,
examinando concienzudamente lo que piden los tiempos, experimentan y ensayan
los medios de mejorar a los obreros con oficios honestos. Tomado a pechos el
patrocinio de los mismos, se afanan en aumentar su prosperidad tanto familiar
como individual; de moderar igualmente, con la justicia, las relaciones entre
obreros y patronos; de formar y robustecer en unos y otros la conciencia del
deber y la observancia de los preceptos evangélicos, que, apartando al hombre
de todo exceso, impiden que se rompan los límites de la moderación y defienden
la armonía entre personas y cosas de tan distinta condición. Vemos por esta
razón que con frecuencia se congregan en un mismo lugar hombres egregios para
comunicarse sus inquietudes, para coadunar sus fuerzas y para llevar a la
realidad lo que se estime más conveniente. Otros se dedican a encuadrar en
eficaces organizaciones a los obreros, ayudándolos de palabra y de hecho y
procurando que no les falte un trabajo honesto y productivo. Suman su
entusiasmo y prodigan su protección los obispos, y, bajo su autoridad y
dependencia, otros muchos de ambos cleros cuidan celosamente del cultivo del
espíritu en los asociados. Finalmente, no faltan católicos de copiosas fortunas
que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se esfuerzan en fundar y
propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y con ayuda
de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes
presentes, sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro.
Cuánto haya contribuido tan múltiple y entusiasta diligencia al bien común, es
demasiado conocido para que sea necesario repetirlo. De aquí que Nos podamos alentar
sanas esperanzas para el futuro, siempre que estas asociaciones se incrementen
de continuo y se organicen con prudente moderación. Proteja el Estado estas
asociaciones de ciudadanos, unidos con pleno derecho; pero no se inmiscuya en
su constitución interna ni en su régimen de vida; el movimiento vital es
producido por un principio interno, y fácilmente se destruye con la injerencia
del exterior.
39. Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se
produzca el acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si
los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto,
tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y
aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto. Nos
estimamos que no puede determinarse con reglas concretas y definidas cuál haya
de ser en cada lugar la organización y leyes de las sociedades a que aludimos,
puesto que han de establecerse conforme a la índole de cada pueblo, a la experiencia
y a las costumbres, a la clase y efectividad de los trabajos, al desarrollo del
comercio y a otras circunstancias de cosas y de tiempos, que se han de sopesar
con toda prudencia. En principio, se ha de establecer como ley general y
perpetua que las asociaciones de obreros se han de constituir y gobernar de tal
modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin que se
proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida
de lo posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia.
Pero es evidente que se ha de tender, como fin principal, a la perfección de la
piedad y de las costumbres, y asimismo que a este fin habrá de encaminarse toda
la disciplina social. De lo contrario, degeneraría y no aventajarían mucho a
ese tipo de asociaciones en que no suele contar para nada ninguna razón
religiosa. Por lo demás, ¿de qué le serviría al obrero haber conseguido, a
través de la asociación, abundancia de cosas, si peligra la salvación de su
alma por falta del alimento adecuado? «¿Qué aprovecha al hombre conquistar el
mundo entero si pierde su alma?». Cristo nuestro Señor enseña que la nota
característica por la cual se distinga a un cristiano de un gentil debe ser ésa
precisamente: «Eso lo buscan todas las gentes... Vosotros buscad primero el
reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura».
Aceptados, pues, los principios divinos, désele un gran valor a la
instrucción religiosa, de modo que cada uno conozca sus obligaciones para con
Dios; que sepa lo que ha de creer, lo que ha esperar y lo que ha de hacer para
su salvación eterna; y se ha de cuidar celosamente de fortalecerlos contra los
errores de ciertas opiniones y contra las diversas corruptelas del vicio.
Ínstese, incítese a los obreros al culto de Dios y a la afición a la piedad;
sobre todo a velar por el cumplimiento de la obligación de los días festivos.
Que aprendan a amar y reverenciar a la Iglesia, madre común de todos, e
igualmente a cumplir sus preceptos y frecuentar los sacramentos, que son los
instrumentos divinos de purificación y santificación.
40. Puesto el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino
queda expedito para establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para
llegar a sociedades pacíficas y a un floreciente bienestar. Los cargos en las
asociaciones se otorgarán en conformidad con los intereses comunes, de tal modo
que la disparidad de criterios noreste unanimidad a las resoluciones. Interesa
mucho para este fin distribuir las cargas con prudencia y determinarlas con
claridad para no quebrantar derechos de nadie. Lo común debe administrarse con
toda integridad, de modo que la cuantía del socorro esté determinada por la
necesidad de cada uno; que los derechos y deberes de los patronos se conjuguen
armónicamente con los derechos y deberes de los obreros. Si alguna de las
clases estima que se perjudica en algo su derecho, nada es más de desear como
que se designe a varones prudentes e íntegros de la misma corporación, mediante
cuyo arbitrio las mismas leyes sociales manden que se resuelva la lid. También
se ha de proveer diligentemente que en ningún momento falte al obrero
abundancia de trabajo y que se establezca una aportación con que poder subvenir
a las necesidades de cada uno, tanto en los casos de accidentes fortuitos de la
industria cuanto en la enfermedad, en la vejez y en cualquier infortunio. Con
estos principios, con tal de que se los acepte de buena voluntad, se habrá
provisto bastante para el bienestar y la tutela de los débiles, y las
asociaciones católicas serán consideradas de no pequeña importancia para la
prosperidad de las naciones.
Por los eventos pasados prevemos sin temeridad los futuros. Las edades se
suceden unas a otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se
rigen por la providencia de Dios, que gobierna y encauza la continuidad y
sucesión de las cosas a la finalidad que se propuso al crear el humano linaje.
Sabemos que se consideraba ominoso para los cristianos de la Iglesia naciente
el que la mayor parte viviera de limosnas o del trabajo. Pero, desprovistos de
riquezas y de poder, lograron, no obstante, ganarse plenamente la simpatía de
los ricos y se atrajeron el valimiento de los poderosos. Podía vérseles
diligentes, laboriosos, pacíficos, firmes en el ejemplo de la caridad. Ante un
espectáculo tal de vida y costumbres, se desvaneció todo prejuicio, se calló la
maledicencia de los malvados y las ficciones de la antigua idolatría cedieron
poco a poco ante la doctrina cristiana.
Actualmente se discute sobre la situación de los obreros; interesa
sobremanera al Estado que la polémica se resuelva conforme a la razón o no.
Pero se resolverá fácilmente conforme a la razón por los obreros cristianos si,
asociados y bajo la dirección de jefes prudentes, emprenden el mismo camino que
siguieron nuestros padres y mayores, con singular beneficio suyo y público.
Pues, aun siendo grande en el hombre el influjo de los prejuicios y de las
pasiones, a no ser que la mala voluntad haya embotado el sentido de lo honesto,
la benevolencia de los ciudadanos se mostrará indudablemente más inclinada
hacia los que vean más trabajadores y modestos, los cuales consta que anteponen
la justicia al lucro y el cumplimiento del deber a toda otra razón. De lo que
se seguirá, además, otra ventaja: que se dará una esperanza y una oportunidad
de enmienda no pequeña a aquellos obreros que viven en el más completo abandono
de la fe cristiana o siguiendo unas costumbres ajenas a la profesión de la
misma. Estos, indudablemente, se dan cuenta con frecuencia de que han sido
engañados por una falsa esperanza o por la fingida apariencia de las cosas.
Pues ven que han sido tratados inhumanamente por patronos ambiciosos y que
apenas se los ha considerado en más que el beneficio que reportaban con su
trabajo, e igualmente de que en las sociedades a que se habían adscrito, en vez
de caridad y de amor, lo que había eran discordias internas, compañeras
inseparables de la pobreza petulante e incrédula. Decaído el ánimo, extenuado
el cuerpo, muchos querrían verse libres de una tan vil esclavitud, pero no se
atreven o por vergüenza o por miedo a la miseria. Ahora bien: a todos éstos
podrían beneficiar de una manera admirable las asociaciones católicas si
atrajeran a su seno a los que fluctúan, allanando las dificultades; si
acogieran bajo su protección a los que vuelven a la fe.
41. Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de
laboraren esta cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le
corresponde, y con presteza suma, no sea que un mal de tanta magnitud se haga
incurable por la demora del remedio. Apliquen la providencia de las leyes y de
las instituciones los que gobiernan las naciones; recuerden sus deberes los
ricos y patronos; esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se
trata; y, como dijimos al principio, puesto que la religión es la única que
puede curar radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las
costumbres cristianas, sin las cuales aun las mismas medidas de prudencia que
se estiman adecuadas servirían muy poco en orden a la solución.
Por lo que respecta a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su
esfuerzo, prestando una ayuda tanto mayor cuanto mayor sea la libertad con que
cuente en su acción; y tomen nota especialmente de esto los que tienen a su
cargo velar por la salud pública. Canalicen hacia esto todas las fuerzas del
espíritu y su competencia los ministros sagrados y, precedidos por vosotros,
venerables hermanos, con vuestra autoridad y vuestro ejemplo, no cesen de
inculcar en todos los hombres de cualquier clase social las máximas de vida
tomadas del Evangelio; que luchen con todas las fuerzas a su alcance por la
salvación de los pueblos y que, sobre todo, se afanen por conservar en sí
mismos e inculcar en los demás, desde los más altos hasta los más humildes, la
caridad, señora y reina de todas las virtudes. Ya que la ansiada solución se ha
de esperar principalmente de una gran efusión de la caridad, de la caridad
cristiana entendemos, que compendia en sí toda la ley del Evangelio, y que,
dispuesta en todo momento a entregarse por el bien de los demás, es el antídoto
más seguro contra la insolvencia y el egoísmo del mundo, y cuyos rasgos y
grados divinos expresó el apóstol San Pablo en estas palabras: «La caridad es
paciente, es benigna, no se aferra a lo que es suyo; lo sufre todo, lo soporta
todo».
42. En prenda de los dones divinos y en testimonio de nuestra benevolencia,
a cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a vuestro clero y pueblo,
amantísimamente en el Señor os impartimos la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, el 15 de
mayo de 1891, año decimocuarto de nuestro pontificado.
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